Por las noches, cuando miro las estrellas (actividad que recomiendo encarecidamente), me acuerdo de un principito cuya historia leí y, entonces, las estrellas son cascabeles que ríen; es así porque éste es el regalo que nos hizo el principito. Hay que comprenderlo.
Entonces, cierro los ojos y vienen a mi mente multitud de detalles relacionados con el libro que leí por primera vez hace ya varios años. Astronomía, amistad, autoridad, esfuerzo, sentido de la importancia de las cosas, valor del recuerdo e incluso, más recientemente, ecología. De todo esto me habla El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, el niño de cabello eternamente dorado que nos enseñó que la risa de alguien a quien amamos puede ser escuchada en todo el universo.
El Principito es un libro especial. De hecho, todos lo libros lo son y cada uno de manera diferente. Uno porque me recuerda un determinado momento de mi vida, en que lo leí; otro porque marcó mi infancia; otro porque desató en mí la pasión por la Astronomía, los viajes, la Historia, lo que sea… Otro porque presenta entre sus páginas ilustraciones especialmente bonitas, o un capítulo que me hizo reír tanto que me dolió la tripa; otro porque sus personajes eran tan entrañables que me dio pena abandonarlos; otros porque me enseñaron algo sobre algún tema; otro porque desprendía un olor a biblioteca especialmente atrayente; otro porque no pude dejar de leerlo durante cinco días seguidos en cada minuto del que dispuse. Otro por haberlo leído una veintena de veces. Otro, ¿por qué no?, por haber sido escrito por mí misma. Quizás un libro sea especial por haber resultado especialmente aburrido; o por tener un final horroroso. Otro porque… Pero ya está bien. Cada cual debe descubrir sus propios motivos por los cuales un libro le resulta especial.
Para mí, El Principito es el libro que nos recuerda cosas esenciales de las que a veces nos olvidamos. De esa manera, a mí se me hace necesario leer este libro más de una vez (yo de momento llevo ya unas cuantas) y a lo largo de toda la vida. Cada vez que leo El Principito descubro algo nuevo, una afirmación en la que en anteriores lecturas no me había detenido. Y digo: “Es verdad, ¿cómo no lo había visto antes?” En general no se trata de ideas innovadoras: al leerlas me doy cuenta de que siempre lo había sabido, era algo que estaba enterrado en el fondo de nuestra mente y nunca me había preocupado de darles forma. Y entonces me digo también que la mente humana es maravillosa: “Lo que embellece al desierto — dijo el principito — es que esconde un pozo en cualquier parte”. Así es nuestra mente. La gran desconocida que tantas maravillas nos ha otorgado a lo largo de la Historia, y las que, sin duda, guarda aún.
Esto me lleva a que somos como el geógrafo que intenta reflejar todo el Universo en sus libros, sin haberse aún preocupado de conocer su propio planeta. Este pasaje de El Principito tiene para mí una fuerte carga ecologista. Es muy posible que Antoine de Saint-Exupéry, al escribirlo, no lo hiciera con la misma idea a la que yo ahora aplico el capítulo del geógrafo. Pero ya he dicho que cada libro es especial para cual de manera diferente; una vez escrito y posteriormente al ser leído, el lector tiene tanto derecho a sentirlo suyo como el autor. Porque de alguna manera lo ha hecho suyo, lo ha incorporado a su ser. Pero ya me estoy yendo por las ramas. Hablaba del matiz ecológico que he encontrado en este libro en concreto durante mi última lectura. Sí, ciertamente la Humanidad es como este geógrafo. Pretende comprender el funcionamiento de todo Universo, viajar a otros planetas y descubrir otras civilizaciones; cuando aún no entiende ni se preocupa de su propio planeta, ni se comprende a sí mismo. Además, como el principito hizo con el zorro, hemos domesticado el mundo a nuestro alrededor. Y según muy bien le reveló el animal al principito, somos responsables de aquello que hemos domesticado. Quizá necesitemos también a un zorro que nos lo venga a recordar.
También hallé en El Principito (creo que la segunda vez que lo leí) una de las frases más ciertas que he oído, leído o pronunciado en mi vida: “Te juzgarás a ti mismo — le respondió el rey —. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo, eres un verdadero sabio”. A propósito de esto, ojalá todos los gobernantes del mundo demostrasen tanta sabiduría en sus gobiernos como la que encierra esta frase de un rey, un rey sin súbditos; y, ya que estamos, también la que reza “La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón”, del mismo soberano. Pero a lo que iba es a lo que afirma la frase. Es un gran ejemplo de por qué El Principito es una obra especial para mí. “Si logras juzgarte bien a ti mismo, eres un verdadero sabio”. Juzgarse a sí mismo es lo más difícil. Es necesario para ello haber alcanzado un gran nivel de autocrítica y madurez. Y esto sólo se consigue atesorando (aunque el término “atesorar” no resulte del todo correcto: los conocimientos no se atesoran; se comparten, se actualizan, se organizan, se utilizan. El vocablo “atesorar” da idea sin embargo de algo polvoriento y amontonado sin más propósito) un vasto conocimiento del mundo; tanto a nivel teórico como práctico; adquirido tanto por el estudio como por la experiencia. Resulta imprescindible para poder observarnos objetivamente, libres de prejuicios. Además, esta tarea exige también conocernos a fondo; sino, no seremos capaces de conocer el por qué de nuestras acciones y pensamientos, de dilucidar con qué objeto nos comportamos como lo hacemos y de tener en cuenta todos los pormenores, hasta el más mínimo detalle, que sea preciso y conveniente para juzgarnos. Y así, en efecto, nos encontramos con que si alguien logra juzgarse a sí mismo, debe para ello ser un verdadero sabio. Ahí está la grandeza de El Principito. Nos recuerda estas cosas que conviene que tengamos en cuenta a la hora de afrontar la vida.
Antoine de Saint-Exupéry dice que a los adultos hay que explicárselo todo; esto es así porque ya están inmersos en su mundo complicado, lleno de enmarañadas telas de araña, en el que para que algo sea útil debe poder ser empleado y no sólo disfrutado. Un mundo en el que, desgraciadamente, los adultos han olvidado estas verdades básicas que podemos encontrar en las páginas de El Principito (y las que aún me quedan por descubrir, por lo menos tantas como lecturas futuras del libro). Me atrevo a sugerir que Antoine de Saint-Exupéry concibió este libro para que todos nos demos cuenta de estas cosas, o al, menos, si no estamos de acuerdo, reflexionemos sobre ellas. El Principito lo puede leer un niño. Pero un adulto, debe hacerlo.
Mucho se habla en este libro de la importancia de las cosas. De lo que es y no es importante. “Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira a las estrellas […] Y si el cordero se come la flor, para él es como si, bruscamente, todas las estrellas de apagaran. Y esto, ¿no es importante?” Este es uno de los párrafos que te emocionan, te ponen un nudo en la garganta y te hacen descubrir la importancia de las cosas. Así de simple. Es importante aquello cuya falta hace que todas las estrellas se apaguen de golpe para nosotros. Ahora bien, ¿qué es lo que da importancia a las cosas? “El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea importante.” Eso es. El esfuerzo que invertimos en algo: en “domesticarlo”, es lo que le da valor a ese algo. ¿Cómo saber si algo es importante para nosotros, si nos hemos dejado domesticar?: “Si uno se deja domesticar, corre el riesgo de llorar un poco…” Sólo lloramos y nos preocupamos por aquello que realmente nos importa.
Creo que ya me he extendido bastante; pero es que a la hora de hablar de esta maravillosa obra se me desata la lengua de manera que podría seguir escribiendo y escribiendo acerca de ella… Y más con cada nueva lectura. Sólo diré una cosa más, el gran secreto del zorro:
“Lo esencial es invisible a los ojos”